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   Hacía frío esa tarde, las primeras gotas de llovizna me empujaron adentro de un cyber enfundado en mi campera Norwegian. Ya que no podía esquiar en Bariloche, al menos hacía facha con ella por el barrio. Me destinaron la computadora 11. Pedí un café con canela y lo llevé a mi asiento, era de esos cyber donde da gusto estar, especialmente un domingo lluvioso como ése. Moví el mouse y se aclaró la pantalla: alguien había dejado el correo sin cerrar. Yo estaba con el ánimo fresco ese día, sentí el impulso de fisgonear un poco antes de ver mis propios mensajes. <danton @hotmail.com>, tal el nombre de la cuenta a la cual me había involuntariamente asomado. Podía referirse al héroe de la revolución francesa, o bien ser la abreviatura de dos nombres, la “d” inicial del primero, y “anton” por Antonio el segundo: en ambos casos se pronunciaba igual, con la última sílaba acentuada y sin tilde al escribirlo.    Tenía cinco mensajes en la bandeja de entrada, cuatro enviados por u

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