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   A mi regreso de Europa me ofrecieron la dirección de una revista literaria. Alma mater de la idea era un amigo de Bogotá, psicólogo y poeta de verso exquisito: Guido Arriaga. Más de una noche habíamos seguido de largo tras las maratónicas sesiones de ajedrez en el club Lasker, construyendo utopías literarias. Argentina y Colombia detentaban sin duda, para nosotros, la literatura más rica de Latinoamérica. Debíamos tender un puente entre ambas bajo la forma de un proyecto cultural.
   Siendo psicólogo, Guido había pensado un título acorde con su gremio: Decúbito. El primer número mostraría un cuerpo desnudo de mujer en la tapa, recostado sensualmente en la posición descripta. Yo no estaba de acuerdo, y así se lo hice saber a Guido. Me disgustan las poses culturosas de erotismo disimulado. Si debía hacerme cargo del proyecto, le impondría mi estilo. Por algún tiempo anduve pensando un título para la revista, algo distinto a la acostumbrada conchudez de las publicaciones culturales.
   Finalmente lo encontré: Tolerancia 0.  Eso es, me dije, y nada de desnudos en la tapa. Por el contrario, el primer número mostraría un inodoro lleno de libros botados en él. Así expresaríamos nuestro desacuerdo con tanta publicación mediocre.
    Guido se asustó al principio por mis ideas radicales, pero al fin aceptó y puso manos a la obra. Recibí el primer número de Tolerancia 0 a los tres meses. Me sorprendió la calidad de la edición: cantos dorados, papel adamascado, ilustraciones de Gustav Klimt. Guido se refería en su editorial al evento inaugural llevado a cabo en la Biblioteca Luis Angel Arango. Habían estado presentes la ministra de cultura, Alvaro Mutis, Gustavo Cobo Borda –infaltable-, Jaime García Maffla... la crem de la crem. Leyendo a Guido uno casi creía que este acto anodino había constituido un fenómeno sociocultural semejante al mayo del 68 francés:
   “Hacia el final de la emotiva ceremonia donde encendimos nuestra antorcha poética –escribía teatralmente- cristianos, musulmanes, judíos, budistas y hasta argentinos se unieron en una oración por la paz.”  
   Por suerte no estaba ahí... yo sólo lucía mi chapa de director, Guido era el verdadero motor de la publicación. Mi contribución aparecía en la página seis. Era la reseña de una novela –ahora me tocaba juzgar a los demás- publicada originalmente en inglés por un autor de Puerto Stanley. Hela aquí:

Alguien llamado Ilguien, por Kenneth Markham, autor de El misterio del Ministerio.

   ”Kenneth Markham reside en las islas Malvinas (por nombre inculto Falkland). Desde niño ha sentido inclinación por todo lo argentino: concurría al colegio con la camiseta diez de Maradona, tomaba mate, tarareaba tangos de Gardel. Naturalmente, sus compañeros se burlaban de él, lo abucheaban y perseguían. Ellos se pavoneaban con sus blazers de botones dorados a imitación del príncipe Charles, y lo llamaban jenízaro. Así fue como Markham fue desarrollando una poética de la soledad y la incomprensión, en medio del ambiente pro británico de la sociedad kelper.
    Los crepúsculos violáceos de las islas, sus horizontes negros o amarillos se cuelan por los intersticios de la novela, aumentando el efecto de despersonalización que emana el texto. Ilguien es alguien, cualquiera. Un ente anónimo sin raíces, prototipo del hombre actual. Por momentos nos parece estar leyendo a Camus, aunque la disolución del yo en Markham es asimismo una desolación, su problemática psicológica no puede separarse del paisaje.
   Los 50° de latitud sur se sienten en cada página... no en descripciones de color local, sino en el pulso mismo de la novela... Markham es un creador auténtico.”

   Las ventas del primer número fueron más bien flojas, pese a las relaciones públicas cultivadas por Guido. La revista estaba destinada a subsistir gracias a mi mecenazgo, pero no me preocupaba; podía darme ese lujo. Y varios más, como el yate anclado en Puerto Madero.
   Lo bauticé Ice Queen, tenía veintidós metros de eslora y la última tecnología en radares. Crystal solía tenderse sobre cubierta en bikini mientras yo timoneaba por el Río de la Plata hacia Colonia o Punta del Este. Había adaptado un camarote como estudio, allí tenía una pequeña biblioteca y una note book, donde trabajaba con mucha parsimonia mis textos.
   Miraba por el ojo de buey mientras chateaba con Guido, planificando el segundo número de Tolerancia 0.  Terminada mi conversación con él, abrí el mail de Danton: había vuelto a escribirse con el paraguayo. Desde el punto de vista intelectual, estos mail eran los más interesantes, aunque no sirviesen a mis designios literarios. Este mensaje se titulaba Peces & billetes:


Durante años, cada verano iba a pescar. Una vez, en la Lucila, levanté un lenguado con el mediomundo, ése es un pez raro, muy difícil de pescar desde el muelle.
Y ese mismo año concreté una operación inmobiliaria excepcional, alquilé un galpón industrial gigante. Cuando vi llegar a mi humilde oficina de barrio al futuro inquilino –un magnate dueño de una empresa logística- me dije a mí mismo: ahí viene el pez gordo. Yo lo había pescado, igual que al lenguado.
   Ése fue el principio de una serie de coincidencias –mejor dicho, de analogías- entre la pesca del verano y mis ganancias anuales.
   Si yo pescaba poco, digamos, unos cornalitos escuálidos, y sobre el final de la pesca venía un pejerrey, ese año empezaba con ganancias anodinas, pero al final vendía un departamento grande y compensaba el esfuerzo. También observé que peces de especies diferentes –por ejemplo, palometa y corvina- señalaban ganancias en monedas diferentes, pesos y dólares.
   Lo más extraño ocurrió a comienzos del 2002, en medio de la crisis financiera provocada por el “corralito” bancario. Salí de vacaciones tras haber recuperado los dólares de mi viejo con un amparo. Y como cada año, me fui a pescar, esta vez al muelle de Mar de Ajó. La primer media hora colé agua con el medio mundo, mientras mi hijo se iba con mi cuñado y mi sobrino a pescar con dos cañas al fondo del muelle.
Entonces volvió corriendo con la cara iluminada a avisarme “¡papá, vení, es espectacular!” Devolví el medio mundo y me fui adonde estaban ellos: ¡Los peces picaban apenas caído el anzuelo al agua! Mi cuñado ya se había cansado y me dejó la caña. Enseguida pesqué una corvina, y luego otra y otra.
   Mi hijo y mi sobrino no se quedaban atrás, y pescaban de a dos juntas, una por anzuelo. Nunca vi peces tan ávidos de morder carnada, ni tan fáciles de pescar. En una hora llenamos el balde y dimos por concluida la pesca.
   Ahora bien, apenas volví a Buenos Aires, comencé a recibir llamadas de ahorristas desesperados por entablar demandas de amparo para recuperar sus dólares.
   En quince días hice cuarenta demandas, mientras escribía recibía llamadas de clientes desconocidos. Entonces comprendí: están picando como las corvinas en el muelle, a mar revuelto ganancia de pescadores... y abogados. Sólo en los primeros seis meses me llevé setenta mil dólares, y esa pesca duró tres años...

   Ahora sabía algo nuevo sobre Danton: además de supersticioso y mujeriego, era abogado. Su mensaje había obtenido una respuesta provisional del paraguayo:

Tu historia me recuerda algo. Voy a verificarlo y después te cuento.

   Al rato parpadeó MSN: has recibido un nuevo mensaje en tu correo electrónico. Contraviniendo mi acostumbrada prudencia, lo abrí sin esperar a que Danton lo leyera. Era la respuesta prometida por Queder:

 De esto me acordaba: en un pueblo cercano a Barranquilla, una ola dejó en la orilla a cientos de peces. Todos lucían en sus escamas un mismo número de tres cifras. La noticia corrió de boca en boca por el pueblo y todos acudieron a ver. Alguien captó el mensaje de lo invisible y propuso jugar ese número a la lotería... Fueron tres mil apostadores –el pueblo entero- que acertaron el primer premio, y fundieron la banca.

   Se había puesto en marcha una nueva ronda de reflexiones sobre el mundo invisible, o mejor dicho, sobre los efectos de un principio invisible en la realidad.
   Yo miré a mi alrededor: el camarote de madera pulida, el GPS, la escalera cromada subiendo hacia la cubierta donde Crystal tomaba sol, frente al río sereno...
   Mi experiencia vital era vacía comparada con la densidad de sentimientos y símbolos en que nadaba Danton. Él estaba en medio de la lucha, yo era apenas un espectador.
   Quise participar de algún modo en ese mundo mágico preñado de signos engañosos... así mi caña de pescar y salí a cubierta con una lata de lombrices importadas de Noruega en la otra mano. Las había comprado en Fishing, una exclusiva casa deportiva de Barrio Norte.
   Leí las instrucciones para encarnar pero no las entendí: estaban en noruego. De todos modos no podían fallar, el alto precio del producto garantizaba el éxito. Pinché varias lombrices en los anzuelos y eché la línea al agua.
   Tres horas después me encontraba haciendo el amor frenéticamente con Crystal sobre cubierta, mientras la caña aún esperaba el primer pescado. Cómo puede ser, me dije, si gano millones, los peces deberían acudir a mí. Por lo visto, la ecuación peces=dinero funcionaba con Danton y unos colombianos descalzos, mas no conmigo. El lenguaje de los símbolos compone un criptograma particular para cada individuo, a uno le traen mala suerte los gatos negros, otro los tiene en su casa sin sufrir problema alguno.
   Danton tenía su propio criptograma, muy diferente por cierto al mío. Llegado a esta conclusión, guardé la caña filosóficamente sin haber pescado nada, y puse proa a Piriápolis.






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