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   Puse manos a la obra de inmediato, y en poco tiempo tuve a punto el manuscrito, habiendo puesto cuidado, como de costumbre, en ocultar mi fuente de inspiración. Hermosa... sin atenuantes era una historia policial simple y eficaz, cuyo argumento resumo aquí en pocas líneas:
   Persica Edmond es una empresaria neoyorquina de altos vuelos, competidora de Donald Trump en el ramo de la hotelería, el petróleo y la mayonesa. Se presenta a las reuniones de directorio enfundada en un vestido de lamé negro y rinde a todos con su figura. No se le conocen amantes, pero en su vasto imperio hotelero comienza a crecer un rumor: cuando Persica viaja a Hong Kong, Tailandia o Ciudad del Cabo, siempre ordena para sí una suite con un valet incluido dentro del placard, quien permanece allí encerrado durante toda su estadía. Nadie se atreve a cuestionar su excentricidad a la empresaria; aparentemente es una cábala, una práctica supersticiosa para asegurar el buen funcionamiento del hotel. El valet es recompensado cada vez con una generosa propina, y no denuncia maltrato alguno.
   Sin embargo, cada tanto algún empleado de los Hoteles Edmond es trasladado desde Yakarta o Ciudad del Cabo a Nueva York, y allí desaparece. El detective Leo Forbes investiga el caso y va despuntando el ovillo del misterio. Intuye que la afición inmoderada de la señora Edmond a los placares con valet incluido la ha llevado al crimen, pero no puede probarlo. Sin embargo, una mucama del hotel sobornada por Forbes revisa la suite imperial, y encuentra dentro del placard el diario de un valet occiso, escondido en el doble fondo de un cajón. Las entradas del diario reproducen sin apenas variaciones los mail de Danton a Leonardo, sólo es distinto el final del prisionero. 
   Forbes consigue una orden de allanamiento y retira el zócalo del fondo del placard: detrás aparecen las marcas dejadas por los grilletes en la pared. Pero no hay cadáver... Forbes debe hallarlo, si quiere probar el homicidio. Comencé a barajar posibilidades obvias: el cadáver aparece bajo un sofá, el cadáver es revestido con cera y exhibido en el museo de arte Edmond representando a Einstein, el cadáver es comprado por la CIA para implicar a Indonesia en un atentado contra Bush... ninguna me satisfacía, y opté por dejar en suspenso el final.
   Entretanto el agua corría bajo los puentes, y ni noticias de Danton. Únicamente había consejos médicos de Leonardo sin respuesta del interesado. Cierto día, sin embargo, mi coautor encubierto –cuyo estado de salud era para mí indescifrable- se dignó escribir a su psiquiatra para relatarle un sueño recurrente. El mensaje se titulaba Ultratumba:

   Sueño con un cementerio descuidado, tal vez el de Lomas o La Plata. Yo estoy bajo tierra, muerto, pero de algún modo conciente. Una mujer vestida de negro avanza entre las tumbas y se detiene frente a la mía. Puedo verla gracias a mi visión paranormal. Ella dirige miradas ansiosas a todos lados, luego da tres pasos sobre mi tumba y se arrodilla a la altura de mi corazón. Quien la viese desde la superficie supondría que llora, a juzgar por las convulsiones de sus hombros, mas yo veo desde abajo cómo se masturba. Hago un esfuerzo por distinguir su rostro y al fin la reconozco: es Genoveva.
   Ahora se acaricia las nalgas bajo la falda y exhala gemidos de aparente dolor y fiero placer por mi muerte. Poco a poco su cuerpo esbelto va ganando en tensión, ella adopta una postura hierática. Aferrada a la cruz se eterniza como una esfinge y llega al orgasmo, con lágrimas sinceras en los ojos. El cuidador del cementerio la ha visto, mas la visitante se escuda en su dolor y se retira con aire digno. Yo quedo solo en la tumba, más muerto que antes.

   Bendito Danton, cada línea tuya es oro para mí. Me sirves el final de la novela, apenas debo adaptarlo a mi guión. Evidentemente, Forbes hace vigilar a la señora Edmond, así se entera de sus frecuentes visitas al Covent Memorial, donde no pasa desapercibido su extraño ritual sobre una tumba. Forbes consigue permiso para abrir el sepulcro y descubre al indonesio enterrado bajo un nombre falso.
   El final de la novela tiene un toque dramático. Al ver llegar a la policía, la señora Edmond no intenta escapar. Se calza el vestido de lamé negro, perfuma su piel y se adorna con las mejores joyas. De pie en el centro de la estancia espera a sus captores, quienes quedan paralizados al verla con las manos tendidas hacia las esposas y los ojos echando chispas: altiva, desafiante y hermosa... sin atenuantes.

   El impacto de esta novela en el público puede compararse al de un terremoto grado 11 en la escala Richter. La editorial fletó un barco carguero –el Anna de Hamburgo- cargado con cien containers llenos de libros. Haciendo escala en Valparaíso, Lima y Buenaventura, fue distribuyendo mi novela por la cordillera de los Andes antes de atravesar Panamá y repartirla a los países del Caribe. En España, entretanto, máquinas rotativas imprimían simultáneamente con Buenos Aires. La gente se precipitaba a las librerías, compraba el libro, lo desmenuzaba y corría a devolverlo con los dedos llenos de polvo y alas de polillas.
   Para abaratar costos, Planisferio ediciones había recurrido a una pasta de papel experimental hecha con desechos de aserrín y bichos canasto. La tercer edición utilizó quitina de escarabajo, mejorando con ello mucho la resistencia del material, pero brillaba levemente de noche. La quinta, aparecida al mes, incorporó baba de caracol para evitar arrugas en la hoja.
    Desbordada, la crítica apenas sabía qué decir del libro. Q magazine tituló: “¿Historia de alcoba? No. Historia... de placard” El texto se ocupaba mayormente de cuestiones espaciales:
   “Clarence opera en su novela un audaz cambio de plano en las usuales historias de alcoba. Reemplaza el eje horizontal, tradicional y complaciente, por un eje vertical, ríspido y combativo. Una reciente entrevista concedida por el autor puede echar luz acerca de su visión vertical del amor. Clarence recuerda haber dormido hasta los diez años en una cama rebatible, cuyo aspecto en posición cerrada era similar a un placard. Esta experiencia puede haber marcado su vida erótica...”
   Reí para mis adentros al leer esta reseña: yo había inventado esa anécdota para desviar la atención de mi verdadera fuente de inspiración. El amor vertical no me había sido sugerido por una cama rebatible, sino por un ordenador... más precisamente, por los mensajes leídos en él... sic transit gloria. Busqué con curiosidad la crítica del Malhablado: no me extrañó leer un ditirambo, esa publicación nunca me quiso.
   “Clarence se reinventa y elude el encasillamiento. El alegre abusador de Violaciones en azul da paso a la víctima de una belleza cruel en Hermosa... sin atenuantes. ¿Cuál de los dos personajes representa al auténtico Clarence?”
   Ninguno, bobo, todo es copia. Yo ya me había acostumbrado a la despersonalización de mi obra, incluso me resultaba divertida. Los críticos nunca descubrirían la verdad... Esperaba la reseña de Meretriz, mas no la hubo. Aún les duraba el resentimiento por mi irreverencia con Violaciones en azul. Allá ellos...
   En eso Crystal me trajo el teléfono, tenía llamada de Nueva York.
-¿Yes?
-...
-Oh, pleased to hear you.
-...
-Thank you.
-...
-¿Excuse me?
-...
-Well... you know, it is pure instinct. No method.
-...
-No, not method at all. I did’nt marketing studies.
-...
-Of course.
-...
-Thank you, thank you. All the best for you.
   Colgué, ante la mirada azorada de Crystal.
-¿Quién era?
-Dan Brown. Quería saber cómo hago para vender tantos libros.
-¿Y qué le contestaste?
-Nada... no puedo dar lecciones a cada pendejo en busca de éxito...

   Salí de gira triunfal por Europa. En Oporto recibí la Ordem Vermelha, en Murcia pronuncié una conferencia, en Milán fui declarado ciudadano ilustre. Quise tomar el TGV de Lyon a París, rehaciendo el itinerario descripto en mi primera novela. ¿Se acuerdan? Asesinato en el tren bala. Tal vez había llegado el momento de publicarla... sólo debía incorporar algunos detalles nuevos, como las puertas automáticas transparentes y las azafatas, omitidos por desconocimiento en el texto original. Una vez en París, Crystal y yo nos hospedamos en el Ritz. Me ofrecieron la suite favorita de Lady Di, pero preferí la contigua. Por las dudas. Danton me había contagiado su carácter supersticioso...
   Cierta tarde, volviendo de un paseo por Champs Elysées, me demoré frente a una computadora instalada en el lobby del hotel leyendo mis mensajes. Ya era un ritual para mí revisar el mail de Danton después del mío. Esta vez encontré el recibo de un mensaje escueto dirigido a un foro de montañismo, donde mi socio in libris –quizá debería decir mejor mi apuntador- demostraba un cambio de intereses. Se titulaba Cuento sherpa:

Había una vez un monte ceñudo llamado K2. Cuantas mujeres coronaban su cima morían: Liliane, Julie y Allison durante el descenso, Wanda y Chantal pocos años después en accidentes de montaña. La sexta mujer se llamaba Edurne: hizo cumbre y vivió para contarlo. Los diarios se apresuraron a celebrar la victoria con bombos y platillos, pero el monte no había dicho su última palabra. Edurne volvió congelada y hubo que amputarle dos dedos, uno de cada pie. Resultado final: K2, Edurne 1. 

   Danton se encontraba repuesto de sus excesos, no había duda. Pasada la tormenta –o el tormento- de Eros, su espíritu curioso volvía a enfocarse en los caprichos de la suerte. Todavía me faltaba conocer mucho de él: hechos  y concepciones al filo de la cordura...





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