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   Por fin la editorial se decidió a publicar Asesinato en el tren bala. Cuando le vi el lomo al libro, casi lloro de emoción. Recordé mis tiempos de escritor inédito, mis sufrimientos de entonces, pero también mi pasión literaria de entonces, hoy perdida. Yo encontraba en un argumento impecable el reflejo de mi alma impecable; pienso hoy que un artista es como una flor, se esfuerza por alcanzar su máxima belleza antes de marchitarse y perecer. Por eso el hombre joven, si se deja vencer por la sociedad y depone su temperamento, automáticamente deja de ser él mismo y se convierte en nadie. Nadie es el periodista obligado a mostrar imágenes de guerra sin putear al genocida que la provocó, nadie es el espectador de un strip tease que no se atreve a tocar el culo a la camarera, nadie es el escritor que exhibe el vacío de su cabeza taladrada por los imperativos sociales y la ofrece como trofeo al lector buscando su aprobación.  
   Más allá de estas preocupaciones, mucho más allá se encontraba Danton, sumido meditación trascendente. Parecía querer llegar a algún tipo de límite sensorial, como forma de adquirir un estado alterado de conciencia. Su nuevo mensaje al paraguayo no llevaba título:

Verde húmedo arde
es fuego es hielo
duele en el peroné
piel de papa inmadura
cómo duele
en realidad no
es más bien una sensación de existir intensamente
en una franja de piel
dolor cima
quedarse ahí
no descender la pendiente del alivio
dolor límite
dolor umbral
dolor cielo

Queder parecía temeroso por la salud de su amigo:

  Tené cuidado con esas experiencias, che’rá, no te vayas a quedar duro...

No era la primera vez que Danton coqueteaba con la autoaniquilación, así que no me preocupé por él. Fascinado por el puro éxtasis sensible, hacía caso omiso a las advertencias:

desde el dolor
proyecto
mi yo
abyecto
hacia una dimensión distinta
distante
dolor plano
intersticial
entre mesetas de nada
limítrofe del fracaso
en frascos

mi peroné
peronista
eyecta un dolor puntiagudo
centrifugado al instante
por una perinola

   Yo imaginaba a Danton pinchándose la piel con agujas para sentir ese dolor intenso, que él consideraba como una sensación exquisita. Había leído que en Oriente hay yoguis que se laceran las carnes para probar su inmunidad: ellos impiden la llegada del dolor a la conciencia. En cambio, Danton buscaba la plena conciencia del sufrimiento, era una especie de anti yogui.
   El tema me excedía, no podía utilizarlo literariamente. A menos que me convirtiese en filósofo... guardé este mensaje junto con los anteriores dirigidos al paraguayo en una carpeta identificada con un signo de interrogación.
   De momento me encontraba en un impasse creativo; para soltar la mano decidí continuar con mis trabajos de crítica literaria. Guido me había enviado la novela de una escritora joven acerca de quien se hablaba mucho en Colombia: Nancy Perdomo. Miré su foto en la solapa: delgada, cabello recogido, anteojos acentuando ex profeso el look intelectual. El título del libro declaraba su estilo: Me miró así... con los ojos. He aquí mi reseña de tan notable obra:

  “Una nueva estrella fugaz ha surgido en el firmamento literario hispanoamericano. No habrá otra como ella, sino similar a ella. Nancy Perdomo nos emociona, nos arrebata, nos devuelve a los tiempos felices del flechazo inesperado, la travesía amazónica de Lope de Aguirre.
   Amor y locura son una sola cosa, así lo entiende la autora, en cuya prosa diáfana se confunden romanticismo y estupidez. Me miró así... con los ojos cuenta la historia íntima de una sola mirada cruzada en un café. Todo lo demás ocurre en la mente de la protagonista, es puro reflejo visual. La imagen del amado grabada en la retina cobra espesor y vida propia, proyectándose en la pantalla del párpado cerrado. El cielo se torna rojo o verde oscuro, dependiendo de si ella sueña al sol o a la sombra su drama de amor.
   Desde ya, contamos con la ausencia de esta escritora de talento en las sucesivas colecciones de novela rosa y Secretos del corazón...”

   Mi venenosa propensión al ditirambo encontró plena satisfacción con esta crítica; luego de redactarla me sentí aliviado, como el crotalus terribilis tras morder. La envié sin pensarlo mucho, y esa misma noche recibí un telefonazo de Guido:
-Mira, Adrian, Nancy es una escritora muy querida por aquí. No quisiera enemistarme con ella. Cambia por favor esa frase acerca de su prosa...
   Con la soberbia que infunde el dinero lo fulminé, tonante como Zeus:
-Mi revista se llama Tolerancia 0. Y eso le otorgaré a esa escritorzuela amiga tuya... el texto queda tal cual.
   No me jacto del incidente, pero una vez más, el temperamento de Danton mostraba influencia sobre mí. Intemperante temperamento. Del latín temperare, no sé qué significa. Mi situación era la de quien nadando en la superficie del mar siente un repentino vértigo, y es atraído por el fondo. ¿Cómo será...? esto sentía yo ante cada mail de Danton. E intentaba copiar sus reacciones, su vida abisal. No quería sólo robar sus textos, sino también –me avergüenza confesarlo- robar su alma.
   Ahora era rico, las editoras publicaban incluso mis novelas policiales, ya no tenía necesidad de sus mensajes... y sin embargo, seguía empeñado en copiarlo. Danton me servía de brújula, sin él yo carecía de rumbo. Esto es cuanto hace un prócer por las generaciones venideras: les proporciona un ejemplo, y con él, una misión en la vida, consistente en emularlo...

   Asesinato en el tren bala tuvo buena recepción por parte del público. Mis lectores habían dejado de ser exclusivamente mujeres, muchos varones habían vuelto al redil literario gracias a mí. Aparecía en público luciendo una chaqueta de cuero negro, como buen escritor de policiales. Firmaba autógrafos, discutía detalles de la novela con algún lector despabilado. El entusiasmo renacido por el género me llevó a fundar un club de Novela Negra, donde nos reuníamos autores y lectores a pergeñar argumentos y discutir variantes en las obras consagradas. Nuestra sala estaba presidida por un retrato de Edgar Poe –creador del cuento policial- flanqueado por sir Arthur Conan Doyle y Agatha Christie. Yo llegaba tarde los viernes y me quedaba charlando hasta altas horas con alguna discípula voluntariosa de ojos negros, piel pálida, cabellos y ropa más negra aún. Este era el look invariable de mis acólitas, gótico por demás. De hecho, nos iluminábamos con velas, para crear una atmósfera propicia al crimen.
   Había inventado un juego consistente en arrancar el último capítulo a una vieja novela de la serie negra y hacerla circular entre los miembros del club. El viernes siguiente, cada uno debía traer escrito su final, que leía de viva voz al grupo. En último término yo daba lectura al capítulo perdido y otorgaba dos premios diferentes. El primero, consistente en una botella de whisky, a quien hubiese acertado el asesino, el modus operandi y el móvil. El segundo premio –una caja de bombones- para el final más brillante, independientemente de su concordancia con el relato original.
   Vanessa, la de cabellos negros, se llevaba siempre el primero, y Héctor, un flaco distraído, el segundo. Se los intercambiaban al final de la sesión, y no volvían a hablarse.






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