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Mi carrera literaria
había experimentado ya varios cambios de dirección más o menos traumáticos para
los lectores: Pena de Amores me había presentado como un escritor
galante, un vate del amor new age; Violaciones en azul incurría en una
vena erótica, profundizada, si cabe, por Hermosa... sin atenuantes; Asesinato
en el tren bala y Robo hormiga viraban al género policial, cultivado
en mis comienzos de escritor inédito. Apenas el público conseguía asimilar una
faceta de mi producción, debía vérselas con otra muy diferente, y hasta
inconexa con la anterior.
Esta inestabilidad
era culpa de Danton, de su volubilidad y sus cambios de intereses intelectuales
-que no siempre concordaban con los míos- siendo la causa de mis roces con
Chávez. Pero no había de verme libre yo de problemas; debía seguir mi
colaboración con este genio imprevisible hasta el fin, y afrontar las
consecuencias. Ahora mi socio mezclaba a sus preocupaciones sobrenaturales una
vena de antropólogo completamente inesperada. Parecía buscar la encarnación arquetípica
de la mala suerte que lo perseguía en fuerzas espirituales primitivas,
hundiéndose para ello en los arcanos más hondos de la tierra. Su nuevo mail al
paraguayo se titulaba Flecha negra:
Cierta vez, andaba por la Salina del Gualicho en
busca de fósiles. Es una inmensa extensión blanca en el norte patagónico, y
ahí, por alguna parte, está la cueva del Gualicho, donde habita el espíritu del
mal según los tehuelches. Mis guías y compañeros de aventura ocasionales eran
un indio mapuche y un marinero de apellido Guisoni. Durante el viaje en
camioneta por esos caminos de Dios (o del Diablo) el marinero me contó una
historia rara, casi imposible.
Fue así: él estaba juntando
flechas en un picadero, cuando vio una punta negra, pulida y brillante, de tamaño
superior a lo habitual. “Estaba parada, asomando de la tierra; era como si me
estuviera llamando”, comentó. Se agachó a recogerla, pero apenas la tocó, sintió una descarga eléctrica, “como un
rayo”. Quedó descalabrado, casi hemipléjico. Al momento la tiró, atemorizado, y
volvió con su hijo a la camioneta, conduciendo con las pocas fuerzas restantes
hasta su casa.
Al otro día apenas se había
repuesto, y se dispuso a clasificar el material recogido: ¡la flecha negra
estaba ahí, sobre la cómoda de su habitación! “Te juro que la tiré, no sé cómo
llegó de nuevo a mi casa”. Esta vez la lanzó bien lejos y no volvió. Todavía
ahora, a dos años de aquel suceso, sentía dolores ocasionales a lo largo del
brazo, hasta la espina dorsal.
Queder mostraba
ciertas reservas frente a esta nueva historia de dudosa autenticidad:
El tipo puede haber hecho un mal movimiento al agacharse a recoger la
flecha, y sentido un espasmo. Tal vez tiene “codo de tenista”. Después, vio
otra de las flechas recogidas, y la confundió con la primera.
Danton no daba el brazo a
torcer, según su costumbre, respondiendo rápidamente a las objeciones:
Muy bien, Jorge, has hecho tus deberes racionales. Pero ¿sabés qué? La
cosa no terminó ahí. Cuando volvimos de nuestra excursión a la salina, todavía
me quedó un día libre en San Antonio Oeste. Guisoni me llevó a ver a Juan
Carlos Vizzia, poseedor de una de las mejores colecciones de boleadoras y
puntas de flecha de Río Negro. Durante la charla sostenida con él mencioné la
historia de la flecha negra, y el tipo me sorprendió con una anécdota
inesperada: un amigo suyo tiene una punta de flecha verde. La manipula sin
problemas, pero una vez la tomó en la mano su mujer, en presencia de mi
interlocutor. Y éste vio sorprendido cómo “los pelos se le iban erizando, desde
la mano hasta el codo”. Repitió la experiencia varias veces, siempre con el
mismo resultado.
Yo escuchaba maravillado: en apenas setenta y dos horas, había
confirmado la historia de Guisoni por medio de un testigo independiente. A
menos, claro, que esa mujer también tuviese codo de tenista...
La historia
sobrenatural de la flecha no quedó viuda. El paraguayo tenía alma de
enciclopedista, pues algunos días después trajo a colación una referencia
libresca:
Encontré una cita que te va a
interesar. El gran explorador Fawcett escribió a propósito de una estatuilla
tallada en basalto negro procedente de la selva brasileña: “Existe una
propiedad particular en esta imagen de piedra, que experimentan todos cuantos
la sostienen en sus manos: es como si una corriente eléctrica le subiera a uno
por el brazo, y tan fuerte es el choque, que muchas personas se ven obligadas a
dejarla prontamente en su sitio. Ignoro por qué ocurre esto.”
Danton demostraba a
su vez una larga erudición, y pronto integró esta referencia a su sistema
delirante:
Recuerdo esa estatuilla, representaba
una especie de faraón. Fawcett la llevó consigo en su último viaje y jamás
regresó. Ahora veo que ese objeto estaba cargado con energía negra y lo llevó a
la perdición junto con su hijo...
Tiempo atrás había
decidido distanciarme de estas ideas sobrenaturales de Danton por temor a
perder mi salud mental. Hice mío el viejo dicho: “No creo en brujas, pero que
las hay...”, así podía prestar oído a sus conclusiones, sin comprometerme con
ellas. No tenía en claro a dónde pensaba llegar, pero su internación en el
psiquiátrico señalaba como final inevitable de sus elucubraciones la locura. ¿O
puede uno creer impunemente en espíritus malignos –en el Gualicho, para el caso-,
en puntas de flecha aparecidas de la nada con poderes mágicos, sin perder la
cordura? Todavía algunos ilusos se aferran a un talismán así para pedirle el
oro y el moro...
Entretanto, el
paraguayo tenía su propio rollo que sumar a esta antología de la locura:
Acá, en el Paraguay, tenemos nuestra
propia cueva del Gualicho, o del demonio... se trata del Tatú Cuá cerro, una
elevación de setecientos metros en cuyas laderas la tradición sitúa una cueva,
y en la cueva un ser sobrenatural, mitad hombre, mitad armadillo o Tatú
Carreta...
Nosotros la anduvimos buscando para ver qué hay de cierto, sin
encontrarla. Un miembro del grupo comenzó a recibir la visita onírica de un
personaje equívoco, quien dijo llamarse Tet-Akich. Prometió guiarlo en sueños
hasta la cueva del Tatú, pero antes él debía prepararse espiritualmente, para
hacerse digno de recibir la revelación.
Durante todo un año fue instruido por
Tet-Akich en los arcanos del mundo inferior. Finalmente, recibió la orden de
dirigirse al Tatú Cuá cerro la noche del Viernes Santo, solo y en ayunas. Allí
le sería develado el secreto de la cueva.
Mi amigo llegó al cerro a eso de las once. Extendió su bolsa de dormir y
se acostó bajo las estrellas; poco después se quedó dormido. A eso de las dos
de la mañana despertó sobresaltado: el cerro entero temblaba con un rugido
indescriptible, como si sus entrañas guardaran un motor geotérmico. El fenómeno
duró más de una hora, durante la cual mi amigo permaneció aterrado y sin atinar
a moverse. Cuando cesó el rugido, escapó trastornado de ese lugar maldito.
No volvió a ver en sueños a Tet-Akich, y nunca más consintió en regresar
al Tatú Cuá cerro.
Danton respondió un
tiempo después, empleado por lo visto en investigar las atributos de la figura
sobrenatural del Tatu Cuá cerro, por una parte, y los del Gualicho, por la
otra.
Evidentemente, las
afinidades entre ambos seres míticos eran esenciales, a punto tal que podían
considerarse avatares de una misma divinidad maligna, temida por los indios de
las planicies patagónicas y pampeanas, las selvas del Paraguay y el Matto
Grosso. Su mensaje se titulaba Gualicho y Tatú Cuá:
Ahí van
algunas referencias sobre el tema: según Francisco Pascasio Moreno, decano de
la paleontología y arqueología patagónica, el Gualicho era para los
indios un “gran animal extraño, cubierto de enorme cáscara, muy gruesa,
parecida a los armadillos actuales, un gliptodonte probablemente, el que robaba
mujeres, y que tenía, según algunos, cara humana... según otros, era un hombre de talla gigantesca, cubierta la
espalda con una coraza, por lo que sólo podía herírsele en el
vientre.
Agregaban los indios que ese animal prorrumpía en muy fuertes gritos, soplando
de tal manera que el ventarrón reinaba continuamente alrededor de su casa.
Quien se atrevía a pasar cerca de la guarida del monstruo era inmediatamente
muerto por éste, tan es así que los indios dejaron el camino de la costa del
río, adoptando otro que pasaba a una legua de distancia. Algunos decían que el
animal tiraba piedras a quien pasaba y gruñía feo, insultándolo."
Otro estudioso patagónico, Lehmann-Nitsche, obtuvo informes
parecidos de indios del valle inferior del río Negro: "Dicen que era un
animal muy grande, de cuero muy duro como cáscara. ¡Quién sabe dónde habrá
vivido, son cuentos de los antiguos! Dicen que ha vivido en Guayauajuaí, casa del Gualicho. "
Hay una clara relación entre la casa del Gualicho patagónico y la cueva del
Tatú en el Paraguay, ambas habitadas por un hombre-armadillo sobrenatural. Creo
que nos enfrentamos al mismo enemigo.
La última declaración de Danton me dejó pensando: ¿porqué consideraba al
Gualicho su enemigo? Quizá lo culpaba por su locura, es típico de los
paranoicos atribuir sus delirios a una entidad exterior.
Empezó a tomar forma en mi mente una nueva novela, protagonizada por dos
investigadores en lucha contra una entidad malvada, surgida de la misma tierra.
Claro está, era una simplificación más bien burda de las concepciones de
Danton, pero ya lo dije, yo no estaba a su altura intelectual, mi pensamiento
esquemático se acercaba más al del lector promedio.
Tal vez debía mi éxito a esta cercanía con mis lectores, yo no era un
águila cuyo vuelo costase seguir. Danton sí volaba alto, mas yo podía acercarlo
al público, y en ello estaba mi mérito. El Bien contra el Mal, éste sería el
eje de mi nueva novela, así de sencillo.
Personificaría a Danton un joven universitario, Greg Silverstone,
estudiante de Antropología en Harvard. Greg trabaja en su tesis de grado sobre
deidades primitivas de los indios sudamericanos, asesorado por el doctor Adam
Lockyer, doctor en Etnología y una de las mayores autoridades mundiales en el
campo.
El profesor Lockyer es alter ego de Jorge Queder, el amigo paraguayo de
Danton. Este sistema de personajes me permitiría reproducir los mensajes sin
apenas variaciones, presentándolos como consultas e intercambio de información
antropológica entre profesor y alumno. Me sentía feliz de colaborar una vez
más, a la distancia, con Danton, en la creación de una novela.
Yo no lo sabía
aún, pero nuestra aventura literaria compartida estaba a punto de dar un giro
siniestro.
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