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A la publicación de mi primer
novela policial siguió en breve la segunda, Robo Hormiga. La presenté en
mi propio club de Novela Negra, rodeado de mis fieles acólitos. Cada uno leyó
un capítulo en una maratónica sesión de lectura durante toda una noche;
comenzaba a clarear cuando me dispuse a leer el capítulo final. A más de uno se
le cerraban los ojos del sueño, sólo Vanessa mantenía intacto el fuego negro de
su mirada quemándome por dentro. Decidí suspender la lectura al ver dormido a
Héctor.
-Hagamos una cosa. La novela no está aún en librerías, ninguno de ustedes
conoce el final. Traigan escrito el último capítulo para el próximo viernes,
según la consigna habitual. Quien acierte el modus operandi del robo se llevará
una moto de regalo (aquí, exclamaciones de sorpresa y un largo aplauso). Quien
describa un modus operandi diferente, pero ingenioso, obtendrá un cajón de
manzanas de Río Negro (aquí, protestas y decepción general). No lloren, son
deliciosas...
Di por terminada la sesión y nos
dispersamos con el amanecer. Camino a casa, me imaginé montando en la moto,
abrazado a Vanessa...
Entretanto, Guido preparaba el
tercer número de la revista, consagrado enteramente a la obra de los Nadaístas
colombianos y a su par argentino, Leandro Katz. Yo había propuesto la temática,
para distanciar nuestra publicación de la sanata intelectualoide y los eternos
homenajes a Gabo, tan corrientes en plaza. Pelmazos como Eric Hossbaum (¿quién
lo lee?), Zygmunt Bauman o Jacques Derrida no tenían cabida en Tolerancia 0.
Recuerda, Guido –repetía yo- no
escribimos para hormigas intelectuales. Esta revista debe herir la imaginación
en lo vivo, o no ser. Hagamos nuestra la lucha por expandir la fantasía,
situémonos en la vanguardia misma, donde el genio humano batalla contra la
rutina y la falta de ideas para salvar la inspiración. Ciertamente, mi aporte
visible era modesto, una columna de crítica literaria sin pretensiones
canónicas. Mi mayor contribución no iba firmada, consistía en abrir las puertas
de la revista al talento, en lugar de mezquinarle el espacio como hacen los
literatos pagados de sí mismos puestos a directores.
Esta vez había elegido reseñar
–por excepción- una investigación periodística sobre un caso de intoxicación
masiva ocurrido en La Pampa
un año atrás. Transcribo mi comentario del libro titulado Empanadas infames:
“Todos recordamos la tragedia
sufrida por la colonia menonita argentina el año pasado, a raíz del consumo de
empanadas envenenadas durante una boda rural. Ahora, los periodistas Danilo
Zxzx y Beto Kemallino sacan a la luz turbios manejos en el negocio de la carne
picada. Insinúan una conexión con las vacas mutiladas de Trenque Lauquen, donde
la hipótesis extraterrestre funcionaría como tapadera de intereses ganaderos
inconfesables. Sin embargo –señalan Zxzx y Kemallino- no hay mal que dure cien
años. Sólo ochenta. Y así, la oligarquía ganadera desarrollada en los años
veinte está a punto de ver su eclipse por mor de la denuncia aquí expuesta.
La densidad narrativa del libro,
su permafrost literario, no decaen en momento alguno. Lectura interesante, para
una sola vez...”
Quizá fui demasiado benévolo,
debí señalar la falta de vuelo, la ausencia de símbolos que invitan a una
segunda, tercera o quinta lectura... pero estos defectos son generales en la
literatura periodística, y di por sentado que el texto reseñado también los
sufría.
Otra cosa muy diferente era
utilizar las noticias como materia de reflexión sobre la realidad. No lo que
usualmente se denomina reflexión crítica o sociológica, no, nada de eso. Me
refiero a la meditación profunda a que se entregaba Danton, la cual generaba
interpretaciones delirantes o geniales, aún no lo sé bien. He aquí una muestra
de sus ideas concebidas a partir de las noticias más anodinas, un mensaje al
paraguayo titulado Derrota y muerte:
He notado que en las trifulcas
posteriores a un partido de fútbol, cuando muere alguien, casi siempre es
hincha del equipo que perdió el partido. Esto sí podría comprobarse mediante
una estadística. Ríver le gana a San Lorenzo, después del partido se encuentran
las barras bravas y muere acuchillado un hincha de San Lorenzo. Lanús le gana a
Independiente, hay una batalla campal y mueren dos hinchas de Independiente...
La derrota y la muerte tienen
el mismo signo, se atraen por simpatía. Yo no vi nunca que alguien muera de un
síncope cuando gana un pleito, pero sí he visto enfermarse y morir gente cuando
recibe una mala noticia...
Jorge Queder
complementaba a la perfección el pensamiento de Danton, parecían dos piezas de
una sola máquina intelectual actuando coordinadamente:
Muy interesante tu teoría, como siempre. Eso significa –por contrario
imperio- que la victoria y el asesinato van juntos. De hecho, en tiempos de
guerra, ambos se confunden: asesinar al enemigo significa vencerlo. Y un
partido de fútbol es una batalla simulada... cuyo resultado influye sobre la
batalla real que se da a veces entre las hinchadas.
A mí no se me
hubiese ocurrido ver las cosas de ese modo. Un partido de fútbol es sólo un
espectáculo, y un asesinato no tiene relación alguna con eso. Danton asociaba
sucesos independientes entre sí de manera arbitraria, con una lógica paranoica.
Eso es, paranoia, había encontrado una etiqueta bajo la cual aprisionar a este
genio multiforme cuyas ideas amenazaban mi visión racional del mundo. Un autor
de novelas policiales, ante todo, es un ser racional. Los crímenes se resuelven
mediante deducciones lógicas, no con fórmulas mágicas. Debía guardar una
prudente distancia intelectual con Danton para no ser arrastrado a la
irracionalidad, y en definitiva, a la locura, como él mismo.
Era viernes. Por la
tarde fui a buscar la
Harley Davidson al concesionario. Nunca había montado una
moto, pero resultó más fácil de lo esperado conducirla: mantiene el equilibrio
sola. Las manzanas de Río Negro se entregarían a domicilio de quien resultase
ganador del segundo premio, pero éste lo llevaría al club personalmente. No me
quería perder la cara de Vanessa al verme llegar con esta joya mecánica.
A las diez salí como
tiro para el club de Novela Negra. Fue tan fuerte la sensación de libertad al
acelerar por la avenida, que me prometí comprar una moto para mí mismo el
lunes. Me detuve en la puerta del club, pero no bajé de la moto. Permanecí
acelerándola en punto muerto hasta que todos salieron a admirarme, atraídos por
el ruido. Recién entonces detuve el motor y entré al club, sin ponerle cadena.
Esa noche otro se la llevaría...
Dio comienzo la
sesión de lectura. Silvestre, el francés admirador de Simenon, proponía una
sustracción excesivamente sencilla de los 286 millones: los ladrones se hacían
pasar por personal de limpieza y entraban al tesoro en pleno día, haciendo
desaparecer los billetes en las bolsas de sus aspiradoras. Luego salían,
tranquilamente. Dejé la crítica de este procedimiento a los miembros más
jóvenes del club, quienes no dejaron de señalar las debilidades de semejante
plan. Era imposible, dijeron, entrar al tesoro sin vigilancia. De hecho,
-apuntó Vanessa- la limpieza seguramente se hace cuando la cámara del tesoro
está vacía.
A continuación,
Leonora leyó su final. Los delicuescentes –así los llamó- duermen a todos con
spray y se llevan la pasta, dejando un guante blanco como despedida. Tomó la
palabra Héctor para preguntar cómo abrían el tesoro los delicuescentes sin la
clave. Dejan despierto al tesorero y listo, fue la contestación de Leonora,
pero eso no estaba en su final.
Todos hicieron
silencio ahora para oír a Vanessa. Con estilo claro y preciso, fue describiendo
cómo los delincuentes utilizaron robots en miniatura colados por los canales de
ventilación para sustraer los billetes hasta una furgoneta estacionada a la
vuelta de la Casa
de la Moneda. Me
parecía estar oyendo mi propio final. Vanessa explicó cómo se le había ocurrido
la idea por asociación con el título de la novela.
-Robo hormiga significa un robo de pequeñas cantidades
sostenido a través del tiempo. Pero esos faltantes diarios serían rápidamente
detectados por las autoridades de la
Casa de la
Moneda , antes de haber completado una suma importante. Adrian
no cometería un error así en su novela. Por eso se me ocurrió un ejército de
robots enanos transportando billetes a través de cañerías hasta una camioneta,
con la paciencia de hormigas.
Mi cara lo decía
todo, y no faltó quien dijera en voz alta “la moto es tuya”, desatando la risa
general. Sin embargo, aún faltaba oír a Héctor.
Su final comenzaba
con la llegada de un equipo de fumigadores a la Casa de la Moneda. “Figurita repetida –interrumpió Leonora-.
Es el final de Silvestre, el personal de limpieza ahora hace fumigación.” Yo le
impuse silencio, no quería convertir mi club en un foro mediático donde todos se
interrumpen.
Héctor continuó su
lectura. Los fumigadores no rociaban sustancia alguna; en lugar de eso,
sembraban hormigas mecánicas por los rincones y en los huecos de ventilación.
“Es el final de
Vanessa...” interrumpió de nuevo Leonora, pero calló ante mi expresión severa.
“Vanessa no describe hormigas, sólo robots enanos –retrucó Héctor-. El
camuflaje es importante para pasar desapercibido.”
Los fumigadores
sembraban además algunas moscas-robot, cuya misión consistía en desviar las
cámaras del sector donde trabajaban las hormigas, mostrando una pila de
billetes intactos. Por la noche, las hormigas mecánicas completaban el
desfalco, utilizando los tubos de ventilación hasta el exterior del edificio,
donde una camioneta recogía el dinero.
Todos guardaron silencio. Yo me abstraje,
meditando mi veredicto. El final de Héctor no se apartaba del mío, porque mi
novela no describía el aspecto de los robots enanos.
Al mismo tiempo, lo
había mejorado, agregándole el importante matiz del camuflaje, omitido en mi
novela. Había logrado un final tan ajustado al mío como el de Vanessa, pero más
brillante. Miré a Vanessa con lástima: ya no montaríamos abrazados la moto, era
de Héctor. Finalmente hablé, dirigiéndome a él:
-Flaco, tu final superó al mío, sin traicionarlo. La moto es
tuya.
A Héctor se le
ensanchó la cara por la sonrisa y a Vanessa se le ensombreció la mirada.
-Sólo hay una condición –agregué-. Que lleves a Vanessa a dar
una vuelta.
El muchacho esbozó
un gesto hidalgo, invitándola; era su momento de gloria. Pero ella era
demasiado orgullosa y huyó sin pronunciar palabra. No la volví a ver por el
club.
El lunes a la noche
aparecí en casa con mi nueva Harley. Toqué el timbre y bajó Crystal en jean y
zapatillas. “¡Arriba!”, exclamé, ante su mirada sorprendida. Montó en la moto y
se abrazó a mí con esa levedad suya sin igual. Aceleré por Libertador
sintiéndome dios. ¿Para qué quería el calor de otros brazos, si éstos me hacían
feliz?
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