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   A principios julio tenía pasado en limpio el manuscrito de la novela iniciada en abril. Tiempo récord. Feliz, le dije a Crystal:
-Esto nos va a salvar, ya vas a ver.
-Lo dudo.
   Ella se había atrincherado en un escepticismo saludable ante la posibilidad de publicar, y ahorraba cuanto podía. Sin embargo, nuestras finanzas ya habían caído por debajo de la línea de flotación. Rejuntamos los últimos pesos que había en casa (el alcancía de los chicos fue saqueado sin misericordia) y pude con ello pagar el envío de la novela a España, para concursar en el premio Pegaso. ¡El resultado en cinco meses! No teníamos para comer mientras tanto.
-Hay un empleo ofrecido acá cerca.
-Glup... ¿dónde?
-En una casa de corbatas. Pusieron un cartel en la vidriera pidiendo un vendedor.
-Yo no soy vendedor de corbatas...
-Lo serás.
   Nuestra situación no admitía vacilaciones, y yo lo sabía. Crystal me había esperado tres meses para dar una última oportunidad de despegue a mi carrera de escritor. Ahora había que encomendarse a los santos, y mientras tanto... vender corbatas.
   Por la mañana me presenté en la tienda, situada sobre avenida Entre Ríos. Iba de traje, por supuesto, parecía un abogado. El dueño del local me adoctrinó:
-Acá necesitamos un vendedor con empuje, con garra.
-Cuente conmigo.
-Usted se para en la puerta y hace entrar a los clientes.
-Entendido.
   De plata no hablamos. Iba a ser una prueba por tres días, si había venta habría plata. Si no... Me paré en la puerta a acechar posibles clientes, mi labia apuntaba a los mejor vestidos.
-A la orden.
   Pasaban de largo sin siquiera mirarme, el tránsito en la vereda era tan veloz como en la calle.
-A la orden.
   Vi un señor de traje corriendo, no sé si a una mujer o a un colectivo.
-A la orden.
   Un vendedor es lo opuesto a un escritor –pensé- porque repite siempre las mismas frases. Como a la hora uno se paró a mirar la vidriera.
-Siga usted, caballero.
   El tipo me miró raro y se fue. Al rato se paró una pareja de ancianos.
-Sigan.
   Los viejos parecían querer entrar al principio, pero al hablarles yo se sobresaltaron y se fueron. Detrás de ellos vino un jovencito imberbe.
-Siga.
   Poco menos que salió huyendo, asustado por mi orden. El dueño había visto todo.
-¿Qué le dice a la gente? Salen todos corriendo.
-Nada... yo les digo sigan, y ellos no siguen.
-¿Seguir a dónde?
-Adentro, claro.
-¿Es gil o se hace? Usted les dice que sigan, y ellos siguen caminando.
-Sí, qué pena... voy a cambiar la fórmula.
   Maldije para mis adentros al portero colombiano que me pegó el “siga” cada vez que entraba o salía del edificio. Hacia el mediodía logré hacer entrar a alguien al negocio. Era un tipo vanidoso, con ínfulas de playboy; examinó corbatas y eligió una color salmón.
-Sí tiene buen gusto su merced.
-¿Me estás cargando?
-No, cómo se le ocurre.
-Por lo de “su merced”.
-No haga caso... es una expresión familiar.
-Acá están fuera de onda.
   El tipo devolvió la corbata y abandonó el local, para desesperación del dueño. Siguió un silencio fúnebre. Yo volví a mi puesto mientras él se iba a almorzar; como a la hora regresó y entró al local sin decir palabra. Permanecí toda la tarde mirando sombríamente la calle, hacia la marea indiferente de enemigos que nunca serían mis clientes. Dieron las seis. Hora de cerrar.
-Bueno, me voy.
-No se moleste en regresar.
-Como usted dice, sería una molestia. Adiós.
   Me fui a casa, más deprimido que un neumático desinflado. Al llegar, Crystal intentó ponerme buena cara.
-¿Y? ¿cómo anduvo esa venta?
-...
-¿No anduvo?
-No voy más a ese negocio.
-Lo siento... yo al menos hice algo positivo: cambié a los chicos al colegio municipal y di de baja la obra social. Dos gastos menos.
-Chévere, dos gastos menos.
   Lo malo no era el cansancio, ni el hambre: lo malo era la falta de presión.

   Una mañana vino a buscarme Armando, el plomero.
-Vamos a hacer una destapación a la Boca.
-Hecho, vamos.
   Yo le había contado de mi necesidad, y él me ofreció ser su ayudante por una suma módica: el 10% del trabajo. Llegamos con el equipo a un edificio destartalado sobre la calle Suárez. El local de la planta baja tenía más humedades que un barco, pero el problema estaba en el fondo: un patio inundado de agua marrón, con un olor de mil demonios. Ayudé a Armando a pasar la sonda por la cañería y conecté el motor que la hacía vibrar: al rato el agua empezó a escurrir por la rejilla y el patio se desagotó. Punto a favor nuestro.
   Ahora debíamos descubrir el origen de las filtraciones que habían trazado un borroso mapamundi en el techo: era idéntico al Typus Orbis Terrarum de Ortelius.
   Subimos a la azotea, donde vivían tres inquilinos en piezas separadas, compartiendo un solo baño. Entre el local y la azotea había dos pisos, con sus correspondientes lavatorios, duchas y rejillas... yo no podía abarcar el complejo funcionamiento interno del edificio, encontrar una mínima pérdida en ese caos de cañerías invisibles superaba mi entendimiento. Armando sin embargo no se inmutaba: cortó el agua, quitó el inodoro de la azotea y palpó la tierra debajo: estaba húmeda. Según él, esa filtración imperceptible había creado el mapamundi dos pisos más abajo. Yo lo veía admirado, como quien contempla una mente brillante. Trabajamos todo el día en la soldadura del caño, y ya de noche repusimos los cerámicos faltantes. Eran las 22:30 cuando dejé la calle Suárez con un magro billete de $10 en el bolsillo.
   A la semana, sin embargo, nos llamaron otra vez. Un nuevo continente había hecho su aparición en el mapamundi, más allá de Australia; tal vez fuese la perdida Lemuria... Armando decidió entonces ser implacable: invadimos los hogares del primer y segundo piso armados con mazas y cortafierros e iniciamos destrozos de proporciones... Yo no estaba habituado a tan duro ejercicio, respiraba un polvo insalubre, me dolían músculos cuya existencia desconocía. Terminaba la jornada en estado de completo embrutecimiento. Por la noche Crystal montaba sobre mí y me daba masajes en la espalda que eran una mezcla de alivio y tortura: la malvada inducía mi relax con suaves caricias, para rayarme la piel de improviso con la uña, poniendo todo mi cuerpo en tensión. Tales sesiones solían terminar en una violenta lucha erótica, donde ella siempre llevaba las de ganar.
   Por la mañana volvía casi muerto a trabajar con Armando... la obra de la calle Suárez duró varios meses, hasta cambiar todas las cañerías del edificio. Cobré 300 pesos en total, pero no podía sobrevivir a ese ritmo. Cuando Armando me llamó de nuevo renuncié sin excusas: no era bastante fuerte para el oficio.

   Sobrevivíamos con el magro sueldo docente de Crystal, pero era duro no salir, privarse de todo menos arroz, sopa y polenta... yo sentía un nudo en la garganta durante la cena, ni siquiera las gracias de las melli me arrancaban una sonrisa. Esperaba a estar solo con Crystal para desahogarme:
-Soy un fracaso, un inútil. No te culpo si te vas con otro.
-Calmate. No ganás nada con desesperarte.
   Crystal no era la clase de mujer que desprecia a su marido mientras él la mantiene, ya se ve. Pero yo estaba descontento conmigo mismo, odiaba el papel de zángano.
-Ya entramos en noviembre...
   No hablábamos del premio, era un tema tabú entre nosotros. En cualquier momento los diarios anunciarían un ganador ajeno y allá yo con mis problemas. Vi una moneda de un peso sobre la mesa de luz: brillaba como un sol milagroso.
-Voy al cyber. Tengo curiosidad por saber si el tal Danton sigue escribiendo.
   Cristal no opuso reparos, aunque tuviese otros planes para ese peso. ¿Oyeron bien? Otros planes para un peso, eso dije. Llegué al cyber, y la máquina 11 me esperaba sumida en letargo. Tecleé <danton @hotmail.com>, luego obsesino. Había 31 mensajes, todos con asunto en inglés: fullviagra for you, hottie fun, enlargeit, blackvenus, hey danton come on... basura pornográfica yanqui, nada más. De Paola y el paraguayo ni noticias, la cuenta lucía abandonada hace tiempo. Sentí pena, como si hubiese perdido un amigo.
   Cerré sesión y entré a mi correo. También se habían acumulado mensajes intrascendentes, pero el último era diferente... <grupocasajus @org.net> me escribía con el siguiente asunto: premio Pegaso. Si alguien me estuviese mirando comprobaría que en ese momento perdí el color. No me atrevía a pulsar el mouse para abrir el mensaje. “Que no sea otra desilusión”, pensé. Imaginé un mail de cortesía tipo: “Su novela está bien lograda, aunque no se inscribe en la línea de nuestra Editorial. Gracias por participar en el premio Pegaso.” Ya otras veces había leído mierdas parecidas, pero algo me decía que éste sería distinto. Pulsé el mouse y el mensaje se abrió como un abismo:

Señor Adrian Clarence
De nuestra mayor consideración:
                                                      Editorial Pegaso y Grupo Casajus tienen el placer de anunciarle que su novela Pena de Amores ha sido consagrada ganadora del Premio Pegaso de Novela 2007 por unanimidad del jurado. La dotación del premio, consistente en la suma de 30.000 dólares, será entregada en un acto a llevarse a cabo en Barcelona el 16 de noviembre. Le rogamos ponerse en contacto a la brevedad con la Editorial a fin de convenir la fecha de su viaje. El pasaje y la estadía corren a cargo de la Editorial. Atentamente,
Josefa de Jesús Leiva, Directora.

   Permanecí unos momentos en silencio, releyendo el mensaje por si había algún error. Después levanté los brazos y salí gritando hacia la calle como si hubiese convertido un gol, derribando cuantas sillas había en el paso. ¡Bendito Zeus! ¡No vendería más corbatas ni soldaría caños! Volví al cyber y escribí una breve respuesta a la editorial, dándoles vía libre para disponer la fecha del viaje. Pagué la sesión de Internet con el peso milagroso y volé a casa, pensando la mejor manera de contárselo a Crystal.

   La encontré leyendo en la cama, con anteojos y un aire plácido de abuelita. Es curioso, el otro día un taxista no le daba más de veinte. Y ya tiene el doble de esa edad... Saqué de su vestidor mi fantasía erótica preferida y un vestido ajustado: me miró extrañada cuando los puse sobre la cama.
-¿No pensarás en salir?
-Claro, la noche es joven.
-Pero... son las doce, mañana voy al colegio.
-Nada de colegio. ¡A vivirla!
-Hace un rato estabas deprimido... y ahora ¿en serio querés salir de joda?
-Yo soy un tipo serio ¿o tenés dudas?
-Para nada... sólo me pregunto cómo vamos a pagar la salida.
-Con tarjeta de crédito, claro.
-Está en rojo.
-Pues que se ponga escarlata.
-No me gusta deber plata.
-No hay deuda. ¡Viva la joda!
-¿Te picó algún bicho?
-Sí, un grillo. Y bien grande.
-No me digas que...
-Sí te digo.
-No puede ser.
-Sí es.
-¿Te dieron el premio?
-¡Los grillos no se equivocan!
   Crystal dio un salto de alegría y aterrizó en mis brazos. Ella conocía mi cábala: “cuando el grillo canta dentro de la casa trae plata”. Esa noche fuimos a una disco y forcejeamos en Las Brujas hasta el amanecer.

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