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Observa el ojo del gato: el universo entero cabe en él. Mira las alas de la mariposa: Dios ha pintado en ellas. Acaricia el pétalo de la flor: el mundo te devuelve la caricia. No cierres tu corazón al amor que alienta por doquier, tú eres parte de la creación, únete a la danza de las estrellas. Ama: quien se entrega a otro ser encuentra la dicha, comulga con lo absoluto.

   Danton mejoraba su estilo día a día, sus meditaciones se hacían profundas y reposadas, como la resaca del mar. Desgraciadamente para él, Paola era lo que suele llamarse una mala mujer:

Son buenos consejos, los aplicaré con otro.

   A pesar de tales desplantes, Danton continuaba imperturbable desplegando su poesía mística:

Brilla en mi noche, saeta de fuego.

   Y la respuesta de Paola:

Ojo no me vayas a incendiar.

   El poeta componía en estado de gracia, y sólo requería de Paola un oído dispuesto a escuchar:

Mi amor es como esas nubes que tiñe de oro el sol poniente: sin tu mirada se apaga y junta lágrimas.

   Apenas vale la pena consignar el comentario del objeto amoroso:

¿Y si me compro anteojos oscuros qué?

   La respuesta obvia sería “un eclipse”, pero Danton estaba por encima de eso:

Hoy puse la mente en blanco y dejé volar el lápiz sobre el papel: tus labios se delinearon con un dibujo perfecto.

   Por una vez, Paola contestó positivamente:

Mandame el retrato en archivo adjunto.

   Pero Danton no mencionó un retrato, sino sólo el dibujo de sus labios. O tal vez no tenía escáner, el caso es que el retrato requerido por Paola jamás fue enviado. Yo iba copiando todos estos mensajes, e incorporándolos a mi novela. Había ideado una trama en la cual Paola y Danton se conocían desde la infancia, y tras años de separación volvían a encontrarse, ya adultos, en Nueva York. Paola había hecho una dura carrera como publicista, y ahora se hallaba encumbrada en lo más alto de Manhattan: literalmente, su oficina estaba en el último piso del Empire State. Danton, por su parte, había llegado a Estados Unidos como inmigrante ilegal, atravesando la frontera mexicana. Trabajaba como repartidor de una pizzería en el Bronx, pero durante sus ratos libres meditaba, siguiendo la técnica zen.
   El destino –o sea yo- los hacía reencontrarse por casualidad en una confitería lujosa de Rockefeller Center, donde Danton había entrado por equivocación, creyendo que era una exposición de fotografía. Paola estaba cruzada de piernas junto a la vidriera, exhibiendo sus muslos curvilíneos, mientras fumaba displicente a través de una boquilla. Ella lo reconocía y lo invitaba a compartir un café, para rememorar los viejos tiempos. Al final de la charla anotaban sus mail, como es de rigor, y así daba inicio el intercambio epistolar entre ambos. Danton se enamoraba perdidamente de su compañera de infancia, pero Paola no tenía ningún interés en ligar con un repartidor de pizza. La trama era bien vulgar, como se ve, sólo el misticismo erótico puesto de manifiesto por Danton en sus mensajes le daba cierto realce, convirtiendo la novela en literatura valiosa.
   A medida que la novela avanzaba, yo iba sintiendo más curiosidad por ese hombre convertido involuntariamente en mi personaje. ¿Quién era en realidad? Había mencionado al paraguayo un hijo, pero actualmente vivía solo. Sentía un marcado interés por los temas esotéricos... mejor dicho, parecía realmente preocupado por el mundo fantasma, como si constituyera una amenaza para su salud mental.
 Y había encontrado un interlocutor versado en la cuestión, que no lo tomaba a la ligera. Uno de los mensajes enviados a Queder por ese tiempo denotaba un impulso suicida apenas controlado:

A veces, cerca de la medianoche, oigo la sirena de un tren. Casi dormido, me pregunto si desde Congreso pueden oírse los trenes de Constitución o del Once, y me digo que no. Debe ser alguna vía semiabandonada, pero no imagino cuál.
Recuerdo a un maquinista jubilado que siempre hablaba de una locomotora muy alta, que pasaba de noche por la estación Pompeya arrastrando unos cuantos vagones con las ventanillas clausuradas. Era un modelo de locomotora único, según él, sin marca de fábrica. A la mañana siguiente a su paso siempre se encontraba un suicida muerto en la vía. Nunca se supo quién era el maquinista de ese convoy, ni cuál era su recorrido.
   Yo me pregunto si la sirena nocturna no es el llamado del tren a los suicidas, invitándolos a abandonar la seguridad de su cama. Tengo miedo de dormirme, y despertar sonámbulo en las vías, viendo acercarse un faro enceguecedor...

Aunque no servían para Pena de amores, yo guardaba estos mail por curiosidad. ¿A quién no lo inquieta sentirse un juguete de fuerzas invisibles? Y Danton tenía una percepción especial para eso, parecía estar más del lado oscuro que del luminoso. Captaba la intromisión de lo sobrenatural en los más nimios sucesos de la vida cotidiana:

   Hoy mientras me bañaba se me piantó el jabón entre los dedos y lo perdí. No estaba en la bañera. Increíblemente, había resbalado afuera pasando la cortina. Mal presagio, me dije.
   Al mediodía fui a sacar plata del cajero automático y se trabó: no pude retirar un peso, pero en el nuevo saldo figuraba debitado el importe. La plata se me escapó como el jabón...

   Yo no sabía qué pensar del tipo. ¿Era un jettatore? ¿un amante no correspondido? ¿un suicida en potencia?
   Buscaba un denominador común en los escritos de Danton, y creía hallarlo en su vena mística: tanto si comparaba su amor por Paola con las nubes del crepúsculo, como si temía morir arrollado por un tren maldito, o veía una intervención sobrenatural en su baño diario, siempre lo visible era un jeroglífico mediante el cual se expresaba el espíritu. Quizá el trabajo literario al cual me había abocado me terminase reconciliando con la literatura new age...

-No hay más papel higiénico.
-¿Cómo así?
-Ni champú, ni espuma de afeitar.
-Andá a comprar.
-No puedo. No tenemos plata.
-Hay 120 pesos en el cajón.
-Son para las expensas.
-¿Y en tu cartera?
-Tengo 90... con eso hay que llegar a fin de mes, y estamos a 17.
-¡Qué vaina!...
-Sí, qué vaina vamos a comer. Vos no ganás un peso.
-No me hables duro.
-Ay cierto, nuestros hijos se pueden morir de hambre, pero al señor no hay que hablarle duro.
-Tené paciencia, mi novela adelanta.
-Y mi estómago retrocede.
-¿Qué más querés? Te evitás ir a un club de dieta.
-Sos un cínico...
-Para nada. Con esa figura parecés una pelada de dieciocho.
-¿Yo pelada?
-Es un decir. Los colombianos llaman peladas a las jovencitas.
-Uy, son unos aparatos.
-Venga mi pelaíta...
-A mí me sobra el cabello, para tu información.
-No lo dudo. Puedo hundir los dedos en él y desaparecen.
-Claro...
   Besé profundamente a Crystal, y el mundo más allá de su cuerpo se difuminó en una niebla azul.

   Al tercer mes de iniciada mi lectura indiscreta de su correspondencia, los mensajes de Danton dieron un giro dramático:

¿Para qué vivir sin ser amado? Ya no siento los rayos del sol ni las gotas de lluvia: mi alma está incompleta sin tu voz, sin tu sonrisa, sin el perfume de tu piel. Soy un muerto viviente, sólo una daga pondrá fin a este suplicio.

   La amenaza de suicidio puso en guardia a Paola:

Sus manifestaciones corren por su exclusiva cuenta y responsabilidad.

   Una respuesta adecuada para una editorial, no para una mujer; Paola tomaba sus recaudos legales por las dudas. Danton podía cometer una locura, y buscaba arrastrarla a ella consigo:

Quiero que seas tú, Paola, quien clave la daga envenenada en mi corazón: así moriré contento. ¡Qué dicha suprema ser muerto por tu mano adorada! ¡sentir frío en las vísceras bajo la dulzura implacable de tus ojos!

   Paola parecía haber estudiado derecho, a juzgar por su respuesta:

   Señor, Ud. necesita ayuda psiquiátrica. Le ruego no me involucre en su fantasía suicida. Quede en claro mi nula participación en el asunto.

   Danton desvariaba por momentos:

Mi cuerpo exánime. Mi nuca contra las baldosas. Mis ojos vidriosos ante el arco iris.

   Paola hizo entonces algo peor que todos sus desdenes anteriores, algo imperdonable para un enamorado: devolvió el mail de Danton sin darle respuesta. Yo comprendí que la correspondencia entre ambos había arribado a su punto álgido, y difícilmente podía continuar. Por suerte, el volumen de los mensajes copiados en tres meses era suficiente para llenar un libro, ya era hora de ponerle punto final. Debía idear un desenlace para mi novela, y ese desenlace no podía ser otro que el suicidio del enamorado Danton. Afilaba mi pluma para escribir la última escena, quería darle un toque conmovedor: ¿lo haría envenenarse, saltar de un rascacielos, pegarse un tiro? De momento no me inclinaba por ninguna posibilidad. Decidí tomarme unos días para pensarlo.

   Concurrí al cyber las tardes siguientes. Ya no necesitaba utilizar la máquina 11, podía abrir el mail de Danton desde cualquiera. Generalmente pedía la 12, así podía espiar a mi vecino, tenía ganas de ver a mi personaje en acción. Pero Danton era esquivo, no aparecía por el cyber a la misma hora que yo. En todo caso, había poca actividad en su mail, conforme pasaban los días se fue haciendo evidente que Paola no escribiría más. Plan confirmado, me dije, Danton se suicida. Pero ¿cómo?
  Una noche, tomando un vaso de whiscola en mi estudio se me ocurrió la idea: Paola toma el metro en Queen’s los sábados por la mañana, para ejercitarse como Diana cazadora disparando flechas en un club de tiro al blanco. Danton lo sabe, por habérselo contado ella cuando charlaban en la confitería. Así, un sábado decide seguirla, después de haber firmado testamento. Entra al club detrás de Paola, exhibiendo su carnet de Atlanta, y se dirige al campo de tiro al blanco. Se cuela sin ser visto entre los bastidores que sostienen los blancos, y espía a Paola para ver cuál elige. Ella avanza con su carcaj y se planta a distancia de doce metros de un blanco próximo a donde está escondido Danton. Éste llega hasta él, quita la base de telgopor y pega su pecho a la tela pintada con círculos.
   A través de ella ve a Paola tensar el arco apuntándole: cierra los ojos, mientras experimenta una erección. La flecha sale despedida y atraviesa el centro del blanco, clavándose en su corazón. Paola oye un gemido y ve surgir un chorro de sangre del punto donde impactó su flecha: por unos momentos cree estar alucinando, pero enseguida la tela se rasga y un hombre se desploma con la flecha clavada en el pecho. Ella va a socorrerlo, entonces reconoce a Danton, quien mira al vacío con cara de éxtasis: una gran mancha circular asoma en su pantalón.
   Llega la policía y se lleva el cadáver para examinarlo. Los primeros análisis indican que la mancha en el pantalón es semen. El perito forense comenta en su informe: “Muchos se orinan al ser ejecutados, pero nunca supe de uno que eyacule”. El juez de la causa sobresee a Paola de culpa y cargo, declarando en su sentencia: “La víctima murió en su ley, con el corazón atravesado por la flecha del amor”. 
 Final redondo...

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