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   Pena de amores es la novela de la década. Su protagonista, Danton, es un adorador del eterno femenino, un amante constante y respetuoso de la Tercera Mujer. Este arquetipo posmoderno es encarnado por la talentosa e independiente Paola, quien haciendo perfecto uso de su libertad, rechaza los requerimientos del enamorado. La novela es rica en posibilidades expresivas y constituye un paradigma de la relación de pareja en el siglo XXI. Saludamos la aparición de esta obra, que marca un hito en la narrativa contemporánea.”
-Esta es la crítica del Q magazine.
-Ahá. Suena interesante.
-Y escuchá esta otra:
   “Adrian Clarence es un maestro de la novela epistolar. Ha actualizado a los escritores del siglo XVIII con gran oficio. Su modelo lejano son Las relaciones peligrosas de Chorderos de Laclos. Por un momento nos parece estar leyendo una novela galante como hace mucho tiempo no se produce. Un escritor para tomar en cuenta.”
-Bueno, ya te toman en cuenta.
-Sí, pondrán plata en mi cuenta.
-No seas tan materialista.
-Mirá quién habla.
-¿Dónde salió esta reseña?
-En Meretriz, la sección cultural del Patria Times.
-Ese es un diario importante...
-...o al menos masivo.
-¡Leé más!
-Ya voy... acá hay una buena.
   “La novela posmoderna ha cumplido un papel fundamental en la exaltación de la mujer durante las últimas décadas... pero faltaba la obra maestra. Miles de novelas de inspiración feminista y ni un solo chispazo de genio en toda esa producción literaria. La esterilidad creativa es general y congénita dentro de esta tendencia, para ella lo sublime no existe, de puro inalcanzable.
   Hoy sin embargo un autor ha roto la maldición: Adrian Clarence ha escrito una verdadera obra maestra de amor posmoderno, un libro cuyo destino es ser un clásico.”
-A la crítica le gustó el libro, se nota.
-Sí, veremos cómo anda en librerías...
-Va a andar, no te preocupes.
-¿Leo otra reseña?
-Dale.
   “Danton es un caballero medieval, que adora a su dama al estilo de los trovadores. Lo suyo es amor cortés reciclado, pero de muy buen gusto.”
-¿Sabés cómo se llama la reseña? “Un paladín del amor”.
-Por una vez la pegaste, todo el mundo está encantado.
-Si no era por Danton, no lo lograba.
-Deberías agradecerle...
-No escribe más. O cambió el mail...
-Lástima. No tendrás a quién copiar...
-Ahora me las ingenio solo. Ya capté la onda.
-Ojalá. No conviene perder el filón.
-Justamente ayer me llamaron de la editorial preguntando si tengo más material para publicar.
-¿Y qué les contestaste?
-Que tengo unas policiales inéditas... pero eso no les interesa.
-Claro, la industria produce en serie. Quieren otro libro igual al anterior.
-Exacto. Les dije que en unos meses les mando una novela nueva.
-Bueno, ya sos un escritor profesional. ¡Lo lograste!
-Más o menos... mis mejores obras siguen inéditas.
-¿Y? No serás el primer escritor que sigue la tendencia dominante...
-Yo soy distinto...
-Mejor adocenado y exitoso que distinto e inédito.
-Esa es tu opinión... pero yo cuando escribo sigo los caprichos de mi pluma. Detesto amoldarme a lo que quieren los demás.
-En la cama sos igual. Siempre hacés lo que vos querés.
-¿Y eso?... ¿es una queja?
-Tomalo como quieras.
-Caramba, nunca lo pensé... esta noche vas a ver cómo te doy el gusto...
-Veremos...
-Y también voy a darle el gusto a mis lectoras... aunque a mí me salga escribir otra cosa...

   No es fácil impostar una voz sin que se note a través de doscientas páginas. Me di a la tarea con tesón, pero sin entusiasmo. A medida que avanzaba en la composición, el disgusto era mayor. Clara Lowenstein –la protagonista de mi nueva novela- era una mujer etérea, cuya principal ocupación consistía en pasearse por un spa exclusivo para socios Diners, vestida con muselinas blancas. Sufría un conflicto sentimental, pues su marido no la atendía a su juicio lo suficiente, aunque pagaba la cuenta del spa. Menos mal que el masajista, un negro musculoso de Namibia, la consolaba. Clara descubría su femineidad gracias a las caricias del negro, tanto ardía la pasión entrambos que decidían irse al África para recuperar sus raíces (las de él).
   Desde el desierto del Kalahari, ya embarazada, Clara iniciaba un intercambio epistolar con Kent, el marido engañado. En esas cartas, ella le explicaba las razones de su decisión. De paso lo acusaba de impotente y de no haber pagado los gastos adicionales del spa, que ella canceló al contado. Kent respondía en un estilo baboso, arrepentido de sus desmanes y sin reprocharle nada. Se golpeaba el pecho, llamándose a sí mismo egoísta y puto. En este punto de la novela decidí parar, asqueado. Mejor sería dejar tales estupideces para los colegas que han vendido su alma al mercado...
   Arrugué el papel y lo tiré a la basura. Crystal me vio salir disgustado del estudio pero nada dijo, entretenida como estaba en buscar una mansión para nosotros en los avisos clasificados. El último cheque de la editorial había sido tan abultado, que alcanzó para comprar un BMW y cuatro juegos de esquís.
   Ya no podía volver atrás. La pureza se conserva o se pierde, y yo la había perdido al plagiar a Danton. Me había convertido en un escritor comercial, me gustase o no. Debía seguir con el bodrio que llevaba entre manos, y entregarlo al editor dentro del plazo convenido. Era el precio del éxito...
-Acá hay un chalet regio en Acassusso: 1350 m2 construidos, parque, piscina...
-¿Para qué queremos tanto? Con la décima parte nos arreglamos...
-Vos siempre tirándote a menos. ¿Todavía no caíste? Tu novela es la número uno en ventas en siete países...
-Voy a necesitar un ejército de mucamas para mantener limpio eso...
-¿Y cuál es el problema?
-...
-Les pondremos uniforme. Da más status.
-Si vos lo decís...
-¿Vamos a verlo? ¿O querés escribir?
-No... ya no me apetece escribir.
-¿Qué te pasa?
-Nada... vamos a ver ese chalet, y a la mierda con la literatura.

   Llevamos a Gabriel con nosotros. El chalet era un sueño, de verdad. Parecía haber surgido solo del jardín, como un hongo de ladrillo, cristal y tejas. Un living generoso en L, dormitorios cálidos en el primer piso, biblioteca en el entrepiso con vista al jardín...
-Es nuestro.
-Me alegro por ustedes. Son ochocientos mil dólares para el boleto de compraventa, y el millón y medio restante a la escritura.
-Ningún problema. Le endoso un cheque por cien mil como seña...
-Da gusto hacer trato con un caballero. Los compradores por lo general regatean, pero usted es diferente...
-Yo tengo un poder que le falta a Súperman. ¿Adivine cuál?
-...
-Poder adquisitivo.
   En menos de un mes nos habíamos mudado a Acassusso. Mi nuevo estudio estaba lleno de bultos de naturaleza indeterminada: un lavarropas o un freezer, un microondas o un CPU, cuadros o pantallas de plasma, amasijos de cables, medias, CDs, libros... en medio de ese caos seguía escribiendo mi novela empecinado, como un cadavere indomito e feroce empujando la pluma.
   La obra avanzaba lenta y penosamente hacia su clímax. Clara Lowenstein se había convertido en diosa de una tribu africana, y su amante en rey. Dije diosa, y no reina, porque así lo quiere Robert Graves en sus estudios mitológicos plagados de datos erróneos e interpretaciones falsas. Clara imponía sus manos a los nativos, cargándolos de energía positiva. En eso llegaba Kent, desencajado, a buscarla, sólo para comprender que ella tenía una vida más plena sin él...
   Puse punto final a la novela, subí al BMW y desaparecí por seis días. Al séptimo regresé calmado, tras un periplo azaroso por Río Grande do Sul. Crystal se había preocupado, pero respetó mi silencio. Cualquier escritor tiene derecho a una crisis creativa, sobre todo si gana millones.
-Llamó Chávez, tu agente literario.
-Querrá saber si la gallina puso otro huevo de oro.
-Parecía ansioso.
-Me imagino. Después lo llamo, ahora voy al mecánico a hacerle cambiar los amortiguadores al auto.
-¿Qué le digo si llama de nuevo?
-El paquete está listo, eso decile.
-¿Te referís a la novela?
-Me refiero al paquete.

   Por aquel tiempo, muchos curiosos rondaban mi chalet, deseosos de conocer al gran escritor. No dejaban de molestarme, sobre todo porque adulaban en mí a Danton, cuyo talento no podía igualar.
-Esos mail –me dijo una gorda pelirrubia que me cortó el paso a la entrada de casa- esos mail son divinos, destacan como un sol contra el fondo mediocre del texto... usted es un maestro. ¡Sabe poner de relieve la poesía, superponiéndola a una prosa deliberadamente pobre!
-Muy amable de su parte, ahora si me permite...
   Huía de aquellos halagos envenenados, refugiándome en casa. Sin embargo la gorda, y tres flacas, y un imberbe equívoco montaban guardia afuera, levantando pancartas con corazones pintados cada vez que yo asomaba por la ventana.
   Vivíamos sitiados. A Crystal no le molestaba, ni a las niñas, pero Gabriel me dijo un día:
-¿Quiénes son esos idiotas?
-Admiradores... el famoso lector promedio expendido en muestras baratas.
-Qué plomos...
-Habrá que acostumbrarse a ellos mientras dure el éxito.
-Bah... levantás una pared y desaparecen.
-Pero a mí me gusta ver la calle...
-Entonces que la pared suba con un botón, cuando quieras.
-¿Y eso cómo se hace?
-Fácil. Llamá a los albañiles y el resto dejámelo a mí.
-Bueno.
   La gente famosa usa anteojos oscuros, vidrios polarizados y muros de Berlín. Yo no sería la excepción. 




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